«Tapar el dolor no hace más que hacerlo más grande»

Cuando me quedé embarazada ya tenía ansiedad, pero a pesar de que se lo comenté a todos los profesionales que me atendieron, nadie le dio importancia. Durante el embarazo viví varios episodios difíciles, siendo el peor el fallecimiento de mi suegro en mi octavo mes de gestación.

Al acercarse mi FPP, mi ginecólogo, sin previo aviso, me realizó una maniobra de Hamilton sin tener ni 1 cm de dilatación, y a continuación me dio un volante para programar la inducción antes de cumplir las 40 semanas, porque el bebé venía grande. Sangré y salí llorando de consulta, habiendo perdido la confianza en el médico y sin querer que él se encargase de atenderme. Cambié a un hospital público por recomendación de mi matrona.

En la semana 41, un domingo a las 20h., rompí aguas (fisura de bolsa). Me duché tranquila y fuimos al hospital. Me ingresaron. Yo llevaba tres días con pródromos. Pasé la noche entre contracciones soportables, y a la mañana siguiente ya eran muy intensas y dolorosas. Me repitieron un Hamilton, esta vez siendo yo consciente y con tres centímetros. Después de 20 horas de haber tenido la fisura, no aguantaba más los dolores y pedí epidural. Estaba de cuatro centímetros pero las contracciones eran muy seguidas y dolorosas. Pasé la noche entera entre fiebre, oxitocina a chorro y epidurales, empezaba a desesperar. Pregunté a la matrona qué ocurriría si finalmente fuese cesárea. Me contestó que no quería ni oírme decirlo, que lo iba a conseguir, pero yo quería que si ocurría fuese respetada.

Pasaban las horas y avanzaba muy despacio, estaba muy drogada y cansada. Ya por la mañana me dijeron que por fin había dilatado 10 centímetros y que empezase a empujar. Yo sentía ganas. Aparecieron dos ginecólogos muy secos, dijeron que había desproporción céfalo pélvica. Les pedí empujar en vertical, no quería estar tumbada. Me dejaron 15 minutos y dijeron que no progresaba: cesárea de urgencia. Pasé de estar en una sala tranquila y oscura con mi marido a un quirófano, sola y con los brazos atados en cruz. Tenía tanto miedo, me sentía tan frustrada… Tenía las piernas despiertas y se disponían a cortar. Les avisé, pero la anestesista dijo: «Voy a meterle un chute, que luego empezamos con el ay, ay que me duele y yo paso».

Me sentí como una mierda. Me abrieron, sacaron a mi hija y se la llevaron a lavar, vestir y pesar, todo lo que yo no quería.

Quería tener a mi bebé encima, quería olerla y tocarla. Llorábamos las dos muchísimo, yo no tenía ya ni fuerza en la voz. La trajeron toda envuelta, y sin soltarme los brazos de las correas, acercaron nuestras caras. Quería consolarla, pero no podía. Se la llevaron a mi marido, a mi me subieron a recuperación. Dos horas eternas, deseando tocar a mi bebé, volver a ser una con ella. Por fin me subieron a la habitación, estaba loca por reunirme con mi familia. Al llegar no estaban ni mi niña ni mi marido, y a los dos minutos me empecé a marear, me sentía muy mal. Algo me estaba pasando…le pedí a mi madre que llamase a alguien rápido. Llegó una enfermera y me destapó, me estaba desangrando. No me lo podría creer, sentía que me iba… mi marido llegó en ese momento y tuvo que ayudar a la enfermera a llevarme al quirófano porque el celador no llegaba. Al entrar en quirófano sólo pude preguntar si me iba a morir.

Al despertar, estaba en la UCI. Sólo pude apretar la mano de mi marido, sólo podía pensar vaya, no he muerto. Horas más tarde me explicaron que había sufrido una atonía uterina, me habían operado de urgencia y estaba en observación, si no se detenía la hemorragia tendrían que extirparme el útero, finalmente no ocurrió. Tres días en la UCI, el pecho a reventar, yo no podía moverme para nada, los dolores eran inmensos. Pedí un sacaleches y me dejaron sola con él, no sabía usarlo y no tenía fuerza para sujetarlo. Tras un buen rato y al no tener ayuda, se me derramó todo el calostro que había sacado en la sábana. Nadie me ayudó.

Cuando por fin pude reunirme con mi hija ya había tomado biberones y llevaba chupete. No quería mi pecho, me decían que mi pezón era plano. Pedí ayuda y sólo me decían que la niña no quería comer.

Ya en casa la lactancia se convirtió en un infierno absoluto: no quería fallar otra vez, quería darle mi leche y ella me rechazaba. Ahora sé que yo estaba mal y se lo transmitía, pero hice todo lo que pude: contraté matronas, fui a grupos de lactancia, pedía ayuda a varios pediatras, usé día y noche el sacaleches. No salía de casa, vivía sin camiseta y con la niña pegada a mí. Estuvimos seis meses luchando, le daba pocas gotas al día, lo poco que conseguía que mamase.

Hoy, dos años y cuatro meses después, estoy en tratamiento psiquiátrico y psicológico. Toqué fondo, sufría ataques de pánico diarios, no podía estar sola en casa ni mucho menos salir a la calle. Agorafobia, ansiedad, pánico, mareos, taquicardias eran mi día a día. Todavía no estoy bien del todo, pero he mejorado muchísimo, me esfuerzo cada día, respiro, medito.

Voy despacio pero necesito tiempo. Me comprendo y soy compasiva. Ya no me echo la culpa de lo que pasó. Quiero tener otro bebé, pero el miedo es grande y las dudas son muchas.

Me gustaría obtener respuestas de por qué ocurrió, si se puedo evitar y por tanto no tendría que repetirse esta vez… No sé cómo podría afrontar un embarazo saludable para ambos con tanto temor.

Es muy duro escuchar Lo importante es que estáis bien, la niña está sana. Claro que es importante, pero también lo es sanar todo este dolor, y reconocerlo. Taparlo no hace más que hacerlo más grande hasta que explota.

 

Por Pilar